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Temprano en la mañana; poco antes de las 6, oía los primeros gorgoteos del agua golpeando aquella vieja tinaja de barro de color marrón, con un parche de cemento. Posiblemente sufrió una avería de la que no fui testigo.
Mientras yo trataba de desperezarme, el agua, con más energía, sonaba como un chasquido. Pero luego de aquel peculiar sonido, oía, todavía medio adormilado, como mi madre, Juana, conversaba con los vecinos mientras penetraba al interior de sus viviendas y procedía a vaciar en cualquier envase, el agua que contenía aquella lata de aceite de maní.
Desde nuestro humilde hogar, Juana, una mulata espigada de ágiles pasos, tenía que desplazarse donde empieza la calle Barahona. En aquel lugar, con un declive empedrado, se agolpaba la gente, vasija en mano, para acopiar el vital líquido que brotaba de aquella ya casi oxidada tubería. Era casi llegando a la calle “La Fuente”, hoy Rafael Atoa, y próximo al puente Duarte.
Eran tiempos aciagos y de mucha miseria. Yo, en mi inmadurez de aquellos tiempos, no entendía el porqué Juana madrugaba. La tinaja estaba colocada al lado de una ventana de donde yo veía el ajetrear cotidiano de los vecinos del patio, que era el nuestro. Vivíamos en una cuartería de la Barahona 18.
Bien recuerdo que siempre observaba los listones, apuntalados con miles de clavos, obra de su propietario, Hipólito Vizcaíno (Don Polo). Siempre me pareció un trabajo extraordinario, el unir, a base de clavos, las divisiones de aquél piso de madera, en nuestras tres angostas habitaciones.
En esa época, de tierna adolescencia, no discernía sobre la misión cotidiana de aguatera de mí madre. No entendía las razones de cargar agua para el consumo de algunos de sus vecinos que apenas asomaban de sus hogares, al despuntar la mañana.
Fue más tarde, ya estudiando en la universidad y pasando tantos avatares; Alfredito (Makikí), mi hermano mayor por parte de madre sin estar trabajando, que reflexioné y comprendí el porqué a pesar de tantas carencias, aunque no con mucha regularidad, encontraba algo que comer en nuestro empobrecido hogar.
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