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No, no he venido a preguntarte por Cirilo ni Metodio, ni siquiera por Ladislao o por Wojtyla. Nada deseo saber de Mieszko, viejo domador de estrellas; tampoco por Boleslao I, El Valiente, al que ves de tarde morir junto al sol. Nada me inquieta de tus pensamientos que atraviesan Lód’z, caminando desde Varsovia o nadando sobre el Vístula para luego introducir tus pies de ballerina en las frías aguas del Mamry. De nada valdrán las prontas y cambiantes intenciones de tus ojos al pensar en los Cárpatos, en el alto Rysy, con sus canas invernales y en las vastas dunas bañadas por el Báltico.
He venido completamente desnudo de intenciones; sólo con una esperanza apretada entre mis manos; con estos pasos de ritmo tembloroso y el dejo de ir o no ir, o de hacer o no hacer, y la decisión de parar tu llanto. Podría adivinar la trampa circundante, la pesada cruz de haber conocido lo mejor de Marx y la torcida intención de los que equivocaron el discurso, aposentados en las brumas del caos para inventar un proyecto con barrotes de acero, un paraíso con ángeles sin alas y sueños inducidos. Esta trampa no podrás verla en Marx, ni en el afilado pensamiento de Lenin, ni en la brisa púrpura de Octubre. Ese falso espejo, ese delgado equilibrio que se retuerce bajo tus pies no es más que la ruptura de una emoción mayor, esa membrana que como ala de mariposa orienta la pasión y el goce esplendente.
¿No estarán gimiendo tus recuerdos? ¿No golpearán las desigualdades tus sienes? ¿Acaso Friedman tendrá la razón de la historia? Podría adivinar tu tristeza, el amargo sabor de tu duda sobre si la materia moldeada que responde al nombre de “hombre” será capaz de adaptarse a las violentas rupturas de la historia, tal como una sanguijuela luchando por sobrevivir en el lodo darwiniano. Habría que dilatarse y caminar los tiempos, estudiando y replanteándonos si aquella cárcel estalinista fue o no mejor infierno que este paraíso neoliberal de precios libres, de virgos deshechos y cabizbajas gentes caminando alrededor del dolor y del tiempo.
Habría, ¡oh, ángel de mirada distante!, que almacenar quásares y migajas para que la ecuación final —no la que se grita como el fin de la historia— devenga en cuasi/exacta y definitoria. Mientras tanto, amiga mía, sentémonos en el balcón a mirar caer la tarde; contemos por instantes cada hoja estremecida, cada mariposa que vuela, cada estela sosegada y luego descansa tu cabeza sobre mis piernas y coloca tus pensamientos en Wroclaw, en los ríos Older y Bug, en el lago Sniardwy, y únelos a los míos sobre Barahona y su espantada sal; o sobre el cansado Yuna y su recorrido de penas, separando la alegría polaca de la esperanza caribeña. Nadie intercederá a favor o en contra de estos cansados amantes y sus vuelos libertarios de pasión. Entonces arribaremos a la fuente primaria del dolor, a esa distante trampa en el sol cambiante.
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