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Abogado frustrado


Pese a las terribles condiciones de su origen, desde que tuvo conciencia de que los adultos se dedican a una profesión u oficio, no vaciló en proclamarlo: Seré abogado.

Lo cierto es que, desde la generalizada creencia de que dentro de los indicativos infaltables que permiten afirmar que se poseen las condiciones para ser profesional del derecho están la capacidad para polemizar y ser persuasivo en la exposición de argumentos, la certeza de su auténtica vocación estaba asegurada.

A partir de esa percepción, pocos parecían más abogados que él. Todo lo contradecía. Buscaba rimbombantes explicaciones para justificar sus tesis. Se creía poseedor de la verdad absoluta y su vocabulario despertaba la sospecha de que en el bolsillo de su pantalón permanecía un diccionario al que consultaba previo a hacer uso de la palabra.

Que los términos utilizados nada tuvieran que ver con el contexto de la temática, era otra cosa. Pero nadie lo despojaba de su convencimiento de que impartía una cátedra magistral en cada exposición.

Ocupaba una pequeña habitación en el local comercial de su empleador, quien sentía cariño por el muchacho al estar vinculados por lazos casi familiares desde la adolescencia de ambos. Por eso, tenía la disposición de hacer lo necesario para ayudarlo a superarse y cumplir sus sueños. Pero cada vez se sentía más desalentado por los resultados que percibía y hasta llegó a dudar de su salud mental por los inexcusables errores que de manera constante cometía.

Por encima de pésimos augurios, y favorecido por un sistema escolar deficiente como el nuestro, pudo obtener su título de bachillerato. Era un reflejo de la falta de correspondencia entre la formación nominal y las capacidades.
Inexplicable que alguien con tales precariedades estuviese a punto de optar por una licenciatura.
Logró matricularse y se ufanaba de que sería un litigante reconocido.

Sus tropiezos no tardaron en llegar. Alegaba que sus dificultades se explicaban porque las primeras asignaturas nada tenían que ver con su carrera.

Prometía que las cosas cambiarían cuando empezara a compartir con quienes denominaba “mis colegas”.
Aquella tarde regresó desencajado. Venía del primer examen de introducción al derecho.

Al preguntarle el motivo de su depresivo rostro, respondió al protector que su sentido de gratitud hacia él, le habían hecho desistir de la posibilidad de alcanzar herramientas que le permitirían abandonar el servicio que con tanta devoción le prestaba.

El bondadoso hombre compendió que todo estaba perdido.



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