Es primavera y el frío se niega a partir en el norte de Alemania y en muchas otras partes del mundo. El viento por ratos parece darnos cachetadas. Aún así, caminamos por la playa un largo rato, nos sentamos entre las rocas a contemplar el vaivén del agua, la unión de los azules del cielo y el mar. Los niños jugaron con la arena, corrían, se mojaban los pies y las manos en la orilla. Estaban felices y verlos nos alegraba.
Ir a la playa con frío también tiene sus encantos, sobre todo cuando ya estamos hastiados de tantas semanas invernales y más si venimos del trópico.
Frente al mar sabe más rico el sándwich alemán de pescado, tomarse algo caliente se disfruta mejor con la contemplación del paisaje. Anima cambiar de escenario.
Un perro nos obligó a jugar: nos llevaba repetidamente su pelota para que la lanzáramos, y volvía feliz a nosotros como si fuéramos sus dueños. Esta y muchas escenas se disfrutan mejor en una playa tranquila, en una tarde que pocos atrevidos se animan a disfrutar del yodo que el mar nos proporciona de varias maneras.
Me hizo reír el contraste de mi abrigo oscuro con el intenso azul, me llegaron recuerdos de otros viajes a la playa con diminuta ropa y sol candente. Igual, me hizo mucho bien volver a ver el océano.
El mar es terapéutico en verano o en intenso invierno. Dicen que cura el alma y tal vez más en invierno que en verano, cuando ya se está cansado de mucho encierro y contemplar su inmensidad nos da sensación de libertad. Mejor no mirarlo solo desde la ventana ni de lejos, mejor aproximarse a sus aguas aunque haga frio. Para eso están los abrigos.
