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La apología del mal  | AlMomento.Net

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El autor es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo

Fue Hannah Arendt (formidable pensadora estadounidense de origen judío-alemán y tendencia antiautoritaria) quien, en un texto increíblemente lúcido pero ya en lamentable trance de olvido, nos habló de la “banalidad del mal” (y de sus consecuencias en el individuo, la sociedad y el Estado) a partir, sobre todo, de las reflexiones que le arrancaran los entresijos del juicio al jerarca nazi Adolf Eichmann en el tribunal de Nuremberg en 1961.    

(En apretada síntesis, se recuerda que en su texto sobre el particular Arendt se refería a cómo en los regímenes autoritarios se banalizaban socialmente -esto es, se convertían en hechos normales y sin importancia para la gente- los actos más bárbaros, y terminaban siendo asumidos como simples “responsabilidades” o tareas cotidianas y rutinarias por unas autoridades de nivel medio o bajo alienadas desde el punto de vista político-cultural y, por lo tanto, relativamente inconscientes en términos éticos o indiferentes ante las consecuencias prácticas de sus acciones en este sentido).  

La rememoración viene a nota porque el autor de estas líneas leyó hace algunos días, acaso desgarrado íntimamente por la inefable callosidad de la decepción, cómo un amigo de antaño, defensor bullicioso e intransigente en nuestra mocedad de la democracia y la libertad, hacía desde su espacio en una de las denominadas redes sociales (medio por el cual en su momento ya había hecho profesión de fe “trumpista”) una virtual apología de Adolfo Hitler y del régimen que éste encabezó.   

El referido ejercicio de cuasi alabanza se cimentaba en un lugar común de la interpretación “neutralista” de la Historia (que en nuestros tiempos, como se sabe, es simplemente expresión de evasión moral, porque se basa en el desprecio por el conocimiento del pasado): la consideración de que el dictador y genocida alemán “no debería ser juzgado a la ligera”, sino “dentro de su realidad” epocal, pues sólo de tal modo podrían “comprenderse” sus ideas, su proyecto político general, su obra interna de gobierno o sus apuestas pangermánicas e imperialistas.  

(El vocablo “comprender”, naturalmente, fue usado por el amigo en cuestión en su sentido de aquiescencia -esto es, como compartir por ser válido y correcto-, no en su sentido de entender legítima y críticamente en tanto parte de una racionalidad temporal distinta de la de hoy y generadora de este tipo de ideas y actitudes).  

Debo confesar, de entrada, que me causó estupefacción el hecho de que ese principio de defensa procediera de un individuo como el citado amigo (formado políticamente -para más seña y pelaje- en las ideas de la socialdemocracia y en la lucha contra el balaguerismo filototalitario de los “doce años”), pero no -aunque existieran mayores y mejores razones para ello- que se refiriera en onda laudatoria a uno de los personajes más perversos y execrables de la historia humana.  

(En la oración final del párrafo que precede no hay arrebato hiperbólico ni encomio de la “cultura” histórica de los vencedores bélicos: Hitler fue un líder que, pese a que en momentos de crisis económica y desazón espiritual sedujo a importantes sectores sociales, fundamentalmente generó grandes oleadas de pánico individual y colectivo, y a la postre resultó cuestionado abierta o soterradamente tanto por sus propios compañeros originales de aventura política como por los doctrinarios fascistas de toda laya -italianos, españoles, franceses, etcétera- en aquella primera mitad del siglo XX que fue escenario del apogeo en Europa de las grandes corrientes políticas autoritarias).  

Y eso último no me sorprendió por una razón simple: a pesar de que los intentos al tenor de interesados, paniaguados y nostálgicos siempre han existido (y a la larga fracasado), en el país hace ya mucho tiempo que hay gente -y por desventura inclusive de las nuevas generaciones, ahora tan ajenas al conocimiento del pretérito humano, tan cercanas a la desinformación y, modernamente, tan amigas al pancismo- haciendo denodados esfuerzos por reescribir la Historia para tratar de exculpar o exonerar de responsabilidades a nuestros más grandes malhechores políticos y sociales.  

Así, aunque no es nueva entre nosotros, por ejemplo, la tendencia a tratar de “limpiar” la imagen del general Pedro Santana (ya lo intentaron en su momento anexionistas, descendientes y totalitarios), desde hace algún tiempo estamos escuchando a alguna gente plantear que hay “necesidad” de revalorar el papel en la historia dominicana del Marqués de Las Carreras sobre todo por sus méritos en defensa de la patria durante las campañas militares de la Primera Republica contra las agresiones haitianas.  

Desde luego, toda esa gente que insiste en la proceridad y el heroísmo de Santana, ambos en cuestionamiento a la luz de las investigaciones históricas más recientes, minimiza la importancia de sus actuaciones más siniestras y antipatrióticas (o intenta buscarle coartadas basadas en la “realidad de la época”), actuaciones desde antaño abominadas y documentadas hasta por la historiografía hispanófila de los siglos XIX y XX en la República Dominicana.  

Y es que, aunque se discuta sobre si Santana fue o no un eterno entreguista o un enemigo íntimo de la independencia nacional, es imposible ignorar algunas de sus más salvajes disposiciones en tanto gobernante, como las ejecuciones de María Trinidad Sánchez (1845), los hermanos Puello (1847), Antonio Duvergé (1855) y Francisco Sánchez (1861); o su reiterado desprecio por la dominicanidad, su proverbial irrespeto por las instituciones, o su indescriptible fallecimiento vestido -por manifestación de voluntad previa- con el uniforme de mariscal de las tropas españolas que desde 1961 hasta 1865 desgarraron nuestra soberanía y aniquilaron nuestra libertad.  

Y lo mismo ocurre con Trujillo, otra de las figuras más despreciables de nuestro devenir: desarraigados sus apologistas melancólicos por efecto de la biología o del devenir, ahora asistimos al penoso espectáculo de ver cómo gente sin cultura o sin principios (aunque se enmascare con sesudos discursos o frases “tipo cohete”) intenta borrar el pasado reciente de la nación invocando el esplendor de su “era” con base en su alegado nacionalismo y en la preeminencia del orden o la supuesta ausencia de corrupción o latrocinio gubernamental.  

No hay que repetir aquí que semejantes aseveraciones están situadas al margen de la verdad histórica y no admiten la más mínima posibilidad de controversia seria (Trujillo no era nacionalista sino narcisista y megalómano; el orden que impuso fue el de la tiranía, la cárcel, el exilio y el cementerio; y el suyo fue un régimen de corrupción y latrocinio extremos, aunque focalizados en grupos familiares y lambiscones políticos), pero, valga la insistencia, todos los días se agitan y promueven en las redes digitales y en los medios convencionales manejados por individuos que poseen una nula o muy pobre formación en Historia.  

Digámoslo de manera más directa para concluir: todo lo dicho precedentemente (que podría ser ampliado mencionando a otras figuras del retablo de la perversidad que ha sido gran parte de la traumática historia humana) parecería indicar que en estos instantes nos encaramos no sólo a una tendencia a la “banalización” sino a una creciente y acumulativa apología del mal.   

Y -religiones y chuscadas apartes- si esa tendencia continúa su “agitado curso”, no sería de extrañar que en cualquier momento, siguiendo la “lógica” que pauta, alcance legitimidad social la devoción al inefable Luzbel (y se torne racional y justificada su invocación) bajo el predicamento arriba reseñado del amigo que se citó: su enfrentamiento primigenio con Dios no tuvo nada que ver con el bien y el mal, sino que “debe comprenderse” a la luz de las realidades de “su” época. 

lrdecampsr@hotmail.com

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