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El AUTOR es abogado. Reside en Santo Domingo
Confieso no saber quién dijo o escribió esta frase que tantas veces la hemos escuchado de que “no hay corrupto sin corruptor”, pero lo que sí se sabe a ciencia cierta es que existen corruptos en la misma proporción que corruptores.
Sin embargo, no hay un día en el que nuestros medios de comunicación, particularmente la prensa escrita, no dedique buena parte de su información a la corrupción que se genera, especialmente, en la clase política, obviando por completo a quienes desde fuera promueven e incitan a la corruptela.
En torno a la corrupción, resulta conveniente aclarar los siguientes conceptos: “corruptor es el que corrompe y corrupto el que se deja corromper”.
Esta simple afirmación, corroborada en la última edición del Diccionario de la RAE, abre el camino a la consideración de las distintas categorías de corruptores y corruptos, así como también a las distintas responsabilidades de los que, de una u otra forma, se erigen como protagonistas de este estado de corrupción que nos está causando tantos problemas y dificultades, sobre todo en Latinoamérica.
Es preciso señalar que el mundo de la corrupción es extremadamente complejo, y mucho más si se pretende afrontar, única y exclusivamente desde un punto de vista legal y judicial, aspectos que indudablemente requieren la existencia de pruebas concluyentes para poder condenar estas actitudes, las cuales en la mayoría de los casos se desvanecen.
Sin remontarnos a épocas muy lejanas, hay multitud de ejemplos que ponen de manifiesto la dificultad de la prueba en este tipo de procesos en los que, por demás, en la gran mayoría de los casos los corruptores se hacen de la vista gorda.
En todos los casos de corrupción administrativa, siempre será determinante saber quién es el corruptor, pues ocurre con frecuencia que ambos, corruptor y corrupto, coinciden en sus propósitos y establecen de facto una relación que les permite actuar conjuntamente y de mutuo acuerdo en sus corruptelas.
No podrá existir jamás corrupción si no hay un corrupto que se deja corromper y un corruptor que le propone corromperse.
Sin embargo, en las referencias que se hacen permanentemente en los medios de comunicación, así como en las actuaciones de los tribunales, no se resalta habitualmente el protagonismo que realmente ejercen los corruptores, es decir, los que proponen la corrupción, apareciendo únicamente los políticos como un conjunto de personas que ponen en marcha, “sólo ellos”, un modus operandi que entraña una forma espectacular de corrupción.
No es de sabios poder apreciar que una empresa haga importantes donaciones a los partidos políticos enmascaradas en las formas más diversas, sin obtener nada a cambio. Este argumento, utilizado con frecuencia, es moral y éticamente condenable.
Es preciso señalar una vez más que la mejor manera de combatir la corrupción es emplear los medios precisos para que nuestra sociedad recupere unos principios éticos y morales que a lo largo de los últimos años han sufrido un deterioro muy notable.
Independientemente de todos esos esfuerzos que se vienen realizando a los fines de afrontar con éxitos el fenómeno de la corrupción, casi siempre se deja de lado un elemento fundamental para los propósitos señalados: ” Si nadie pagara, el corrupto dejaría de pedir”.
Ese hecho nos da a entender entonces que el tema hay que abordarlo necesariamente desde otra perspectiva, considerando que el mismo adquiere dimensiones sociales y culturales de mucha relevancia.
Una de las razones fundamentales por la cual las estrategias anticorrupción no han tenido resultados positivos se debe, en buena parte, a la falta de una cultura social en donde prevalezcan por sobre todas las cosas los valores éticos y morales en las relaciones y comportamientos de los ciudadanos, y de manera especial, de los empresarios que hacen negocios con el gobierno.
De esta manera, todo intento de establecer una estrategia contra la corrupción que no incluya a todos los estamentos de la sociedad (familias, escuelas, universidades, empresas, iglesias, clubes, juntas de vecinos, sindicatos) estará ignorando la parte neurálgica del problema y al mismo tiempo a una de las herramientas disponibles más útiles y poderosas para atacarlo: una cultura sustentada en valores.
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