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Mansos o agresivos, totalmente desconectados de la realidad, centenares de dementes deambulan hoy por calles, avenidas y espacios públicos como si la capital fuese un gran manicomio.
Con ellos, otros muchos desarraigados de sus entornos de pobreza, de sus familias o amistades se suman a la legión de desafortunados que duermen o vegetan a la intemperie y viven de limosnas o de migajas alimenticias.
Las dos categorías de alienados ofrecen una penosa imagen de una ciudad que busca atraer turistas y de la magnitud de la desatención del Estado.
Con frecuencia, andan desnudos, orinan o defecan al aire libre, no importa el lugar, y caminan por calles o avenidas transitadas, expuestos a que un vehículo los atropelle o mate.
Aunque existe un protocolo para atender la salud mental, no siempre se dispone de centros suficientes para albergarlos y darles atenciones psiquiátricas.
Y tampoco hay espacios para mitigar los penosos estados de abandono de niños, adolescentes y adultos que buscan sobrevivir en las calles exhibiendo los grados de su pobreza crónica y abandono.
El fenómeno no es exclusivo de la capital. En Baní, según reportes, también abundan. No solo los nativos, sino “importados” de otros pueblos vecinos que, con sus actos, atemorizan e intranquilizan a la población.
El Estado debe tomar ya alguna medida relevante y excepcional para afrontar esta realidad actual.
Tiene que hacer valer todos sus mecanismos de acción social y humanitaria para asistir a estos enfermos y desheredados de la suerte.
Al deambular a todas horas y por todos los lugares, proyectan la imagen de una ciudad pasarela de gentes que se mueven sin rumbo y sin esperanzas, víctimas de la demencia o de la miseria.
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