Opiniones

Capítulo 4 – Bosch y los militares


“¿Qué haré yo en Roma? Yo no sé mentir”. JUVENAL

¿Quién era ese sacerdote Marcial Silva a quien la jerarquía eclesiástica defendía con tanto ardor frente al Presidente de la República?

El padre Marcial Silva era muy popular no sólo entre los oficiales, sino en los círculos donde se movían los cadetes y, en un plano más bajo, los soldados. Frecuentemente iba al club de oficiales y al cine de alistados a dar charlas.

Cuando se le preguntaba qué opinaba de Bosch, respondía con seguridad y sin titubeos: “Es un hombre peligroso”. Bosch era de cuidar, a juicio del padre Marcial Silva, por sus ideas marxistas y porque estaba “en contra de la Iglesia”. En sus charlas insistía en que Bosch era el Hostos dominicano “irrespetuoso de la religión”. Estos predicamentos lograban avivar sentimientos anti-boschistas no sólo ente los oficiales sino, principalmente, entre los soldados en la base de San Isidro, la fuente principal del poder militar de las Fuerzas Armadas. En su condición de capellán, el Padre Marcial Silva cumplía la obligación de dar misa en otros campamentos. Como sus arengas eran del conocimiento de las esferas sociales, por lo regular al realizar estos compromisos iba dotado de una fuerte escolta, muchas veces integrada por oficiales que se ofrecían voluntariamente en sus días de asueto de fines de semana.

El sacerdote no se preocupaba por mantener estas actividades en secreto. Pronto estas cosas llegaron a oídos de Bosch. Otro sacerdote católico, éste simpatizante del Presidente, el padre Francisco Sicard, de La Vega, era amigo de ambos. Sicard había estudiado junto con Marcial Silva y entre ellos existía un vínculo afectuoso. Aprovechando esa circunstancia, Sicard trató de juntar al Presidente con el capellán de San Isidro, sin lograr nada en concreto.

La opinión del mandatario sobre el sacerdote no era la mejor y Sicard lo sabía. También estaba en conocimiento del Gobierno que Marcial Silva era amigo y confesor del coronel Elías Wessin y Wessin, cuyas opiniones contra el comunismo eran ampliamente conocidas en todo el ámbito militar. Los oficiales jóvenes y de jerarquía media veían ya en Wessin un futuro líder, un jefe militar con suficiente autoridad para evitar un posible descalabro del estamento castrense.

El embajador Martin, en su libro El Destino Dominicano (Overtaken by Events), resalta que para la época Wessin parecía ya la figura “dominante que surgía”. Lo describe como “un hombre rechoncho de poco menos de 40 años, de labios firmes, cejas espesas y rostro lleno”. Wessin, a su entender, era un hombre “muy religioso”, que estaba bajo la influencia de “un aventurero íntimo de (Rafael) Bonilla Aybar, el locutor de la televisión adversario del Presidente”, y del padre Marcial Silva.

Las opiniones sobre Wessin eran contradictorias, pues mientras según el embajador norteamericano, los socialcristianos lo calificaban como “un fanático; algunos militares lo consideraban ambicioso, pero nadie decía que no fuese honrado”. Bosch recelaba del creciente poder militar de Wessin, director del poderoso Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA), que tenía el control de la artillería y el cuerpo blindado de la Fuerza Aérea. Su estrecha relación con el padre Marcial Silva le resultaba, en opinión de algunos de sus colaboradores más íntimos, intolerable. A las misas del padre Marcial Silva solían concurrir entre militares y familiares multitudes que llegaban hasta las dos mil personas, que abarrotaban el templo y llenaban los alrededores del cine para los alistados de la base de San Isidro. Eran verdaderas manifestaciones, que adquirían el tono de reales desafíos con los sermones del sacerdote, casi siempre dirigidos contra el Gobierno y el propio Presidente. Toda la oficialidad estaba al tanto de estas cosas y de la rivalidad creciente entre el capellán y el jefe del Estado. A comienzos de julio, el capellán visitó al Presidente en su despacho del Palacio Nacional, acompañado del sacerdote español Eduardo Torras, profesor de los cursillos de cristiandad. La conversación fue trivial y giró, básicamente, sobre temas culturales. Pero los periodistas hicieron fotografías del encuentro que se publicaron al día siguiente en los diarios.

Hubo otra entrevista entre Bosch y el padre Marcial Silva, ésta en una casa en el kilómetro once de la carretera que conduce a San Cristóbal, donde el capellán, a pedido del mandatario, ofició una misa, con la asistencia de militares. El sacerdote llegó a convencerse de que el objetivo de Bosch era el de hacer creer a los militares que era un católico ferviente y, por supuesto, un íntimo suyo. El rompimiento definitivo, que dio lugar a una de las peores crisis militares durante el mandato de Bosch, ocurrió intempestivamente la mañana del martes 16 de julio. Fue en realidad una sucesión de hechos y amenazas militares que a partir de la tarde del día anterior, lunes 15, parecían presagiar la inminencia de un golpe de fuerza contra el gobierno legalmente establecido. Esta vez las actividades del mayor Rolando Haché y el padre Marcial Silva habían rebozado la paciencia del Gobierno.

Haché no ocultaba sus antipatías contra el Presidente. En una oportunidad, recordaba el coronel Julio Amado Calderón Fernández, jefe de los ayudantes militares del mandatario, el oficial salía de una fiesta en el Club de Oficiales de la Policía en momentos en que Bosch hacía su entrada. Al cruzarse, el mayor no le hizo el saludo debido a su comandante en jefe. Calderón consideraba esa acción como una “inexcusable muestra de irrespeto e indisciplina”. Los ejemplos de austeridad y honestidad que el Presidente trataba de inculcar a todas las esferas de la vida gubernamental, motivaban en parte la creciente hostilidad que Bosch inspiraba en sectores militares.

El coronel Calderón recibió una vez el encargo personal del Presidente de investigar el precio de unos espejos retrovisores de vehículos que la Intendencia del Ejército reportaba a cincuenta pesos por unidad, cuyo valor Bosch entendía debía ser mucho menor. Tan pronto como se comprobara su sospecha, ordenó corregir la irregularidad. Estas prácticas de austeridad oficial molestaban a muchos oficiales que veían en el jefe del Estado a un peligroso “reformador comunista”. Sacha Volman, un rumano nacionalizado norteamericano que asistía al Presidente en programas de cooperativismo y dirigía el Centro Interamericano de Estudios Sociales (CIDES), se presentó sin avisar a la embajada de Estados Unidos para prevenir a Martin, que los jefes militares habían citado a Bosch en San Isidro entre las cuatro y cinco de la tarde de ese lunes.

Volman lucía “nervioso y tenso”, según reseña Martin en su libro. Y creía que el propósito de los militares era lograr de Bosch una posición más firme contra los comunistas. Según el embajador, el Presidente le había dicho a Volman que el país tendría que ser gobernado por él o los militares. Al parecer no estaba dispuesto a ceder a esta clase de presiones. El resto del día transcurrió en medio de incesantes y cada vez más intensos rumores sobre agudos enfrentamientos entre la cúpula militar y el Presidente. Para entender la importancia del papel de Volman en estos acontecimientos es preciso echar un vistazo a lo que de él escribiera Bosch, meses más tarde en 1964 en su libro Crisis de la Democracia, en el que analiza las causas de su derrocamiento. “Para hablar del CIDES”, dice, “hay que hablar de Norman Thomas y de Sacha Volman. Norman Thomas, el veterano socialista norteamericano, es demasiado conocido en la política estadounidense de este siglo y sería, por tanto, una pedantería repetir aquí su historia; pero conviene decir que Norman Thomas era el alma del Instituto de Investigación del Trabajo, para el cual trabajaba Sacha Volman”. Oriundo de Besarabia, Rumanía, la fecha de nacimiento de Volman se situaba entre 1922 y 1923. Hijo de padre acaudalado, Sacha, en cambio, tuvo tempranas inclinaciones socialistas, dice Bosch, quien entendía que en la historia personal de Volman en sus primeros veinticinco o veintiocho años, había una enorme similitud con la de cualquier joven luchador latinoamericano.

El criterio de Bosch sobre Volman no podía ser entonces más alto. La de su colaborador rumano era una historia digna de ser emulada por todos los jóvenes dominicanos. Bosch conoció a Volman en 1957 y desde entonces, él mismo confiesa, “me di cuenta de que era no sólo un idealista y un convencido de que la democracia podía sobrevivir en el mar de enemigos en que se debatía, sino además un hombre con ideas prácticas y capaz de ponerlas en ejecución”. El martes 16 de julio, Bosch acudió al llamado de los militares a San Isidro. Con el tiempo mucho se ha especulado con respecto a lo que ocurrió esa mañana en la base aérea. Pero la reconstrucción más exacta de los acontecimientos es la que sigue.

Un grupo de oficiales medios, a la cabeza del cual figuraba el mayor Haché había preparado un pliego de condiciones para ser presentadas al Jefe del Estado. Incluía la deportación de dirigentes del PRD, Ángel Miolán entre ellos, la destitución de varios ministros y la adopción de medidas y políticas más severas contra lo que ellos consideraban “avance del comunismo”. El pliego no llegó a ser presentado formalmente a Bosch.

Los jefes militares, convencidos de que era improcedente y podía llevar a un enfrentamiento directo, persuadieron a los oficiales de menor graduación a desistir de sus pretensiones. Todo ocurrió muy rápido y desordenadamente. Cuando el mayor Haché lo mostró al coronel Marcos A. Rivera Cuesta, subsecretario de las Fuerzas Armadas, este dijo: -Su lista, mayor, tiene todos los aspectos de un ultimátum. Entonces, el mayor Haché se presentó donde el general Miguel Atila Luna Pérez, jefe de estado mayor de la Fuerza Aérea, quien estaba internado aquejado de principios de fatiga en el hospital para oficiales de la base. Haché llevaba consigo el borrador de demandas al Presidente que debía presentar a la oficialidad, ya reunida en el club, para que ésta diera primero su consentimiento. Con fiebre casi de 39 grados, el general Luna se levantó de su lecho de enfermo y se dirigió directamente al club de oficiales, donde espetó a sus subalternos: -¿Están dispuestos ustedes a dar un golpe de estado hoy mismo? Un “no” colectivo salió del grupo, lo que el general Luna aprovechó para dejar cerrada la reunión e invitar a los oficiales “de mayor hacia abajo” a retirarse. Acto seguido convocaría a la alta oficialidad a su despacho. Cuando el Presidente llega, el jefe de estado mayor le cede su escritorio y todos los altos jefes militares se sitúan delante de él.

El calor hacía irrespirable la atmósfera de tensión prevaleciente. Luna inicia la conversación diciendo que los oficiales estaban preocupados por el “auge del comunismo”, le da al Presidente un breve recuento de la reunión de momentos antes en el club, y le asegura que las fuerzas armadas están dispuestas a respaldar cualquier acción drástica del Gobierno en ese sentido. Bosch, visiblemente enojado, da un fuerte manotazo sobre el escritorio, protegido por un cristal y exclama: -¡Yo no gobierno con presiones de ese tipo!- y a continuación pasó a explicarles en qué consistía una democracia. Fue el fin de la reunión. Inmediatamente, Bosch, que había llegado en compañía del secretario de las Fuerzas Armadas, mayor general Víctor Elby Viñas Román, y su jefe de ayudantes, coronel Calderón, abandonó el recinto de la base. Esa tarde, la radio del Estado difundió un comunicado del Movimiento Catorce de Junio, tenido como comunista por los militares, previniendo acerca de las consecuencias de cualquier tentativa de golpe militar contra el Gobierno.

Este hecho, el que se permitiera utilizar la radio oficial a los catorcistas, sería señalado frecuentemente como prueba de las acusaciones de que Bosch consentía las actividades de los marxistas-leninistas. Bosch contó luego a Martin lo que había pasado en San Isidro. El embajador escribió después que el Presidente le informó haber pedido al general Viñas Román la destitución del padre Marcial Silva, por considerarlo responsable de todo. También pidió que echaran al mayor Haché. Esa, sin embargo, parece ser sólo una parte de la historia. El general Luna recibió ese mismo día el encargo presidencial de separar de la Fuerza Aérea a los dos oficiales. Tomando precauciones personales, ante la posibilidad de una reacción en su contra, el jefe de la aviación acudió al Palacio en compañía del coronel médico Oscar Álvarez Curiel, entonces director del hospital de la base aérea. Bosch se quejó de que las reuniones del padre Marcial Silva en el sector San Lázaro, tenían carácter conspirativo. El general le dijo que creía que eran sólo cursillos de cristiandad, en los que tomaban parte, como era de público conocimiento, sargentos y oficiales.

Fue entonces cuando Bosch le pide la cancelación del mayor Haché y del padre Marcial Silva, debido a que éstos eran los que habían preparado “el pliego” de San Isidro. El general Luna no estaba dispuesto a cumplir la orden. Bosch acudió esa misma noche a la televisión para anunciar que había dispuesto la medida y el jefe militar no tuvo más remedio que acatarla. En una de las entrevistas que sostuviera con el hoy general retirado Miguel Atila Luna para este libro, me dijo que la Fuerza Aérea siguió pasándole sus salarios al mayor Haché y al padre Marcial Silva. Para ello se usaba el siguiente mecanismo: se expedía un cheque a nombre de un tercero, se cambiaba y se entregaba a los dos cancelados el dinero en efectivo. También aseguró que el mismo día en que Bosch visitó San Isidro, el 16 de julio, el Vicepresidente Segundo Armando González Tamayo, que recién había regresado de Roma donde representó al Gobierno en la coronación del Papa Pablo VI, fue a verle a su lecho del hospital de la base aérea, donde volvió después de los incidentes con Bosch. González Tamayo habría ido a decirle: “¡General, cualquier cosa que ustedes hagan, cuenten conmigo!”.

Yo le mencioné esto después al ex vicepresidente, en una entrevista y me dijo que no podía recordar nada al respecto. Por su parte, el padre Marcial Silva acababa de encabezar una procesión a la Virgen del Carmen cuando se presentó a su casa el capitán Napoleón Núñez Salcedo, piloto de la Fuerza Aérea, con la noticia de que había sido cancelado como capellán. El sacerdote negó fervientemente en la entrevista con el autor, la acusación de Bosch de que él era un mal cura y un político y mucho menos que hubiera sido un conspirador. Sin embargo, manifestó que sus ideas acerca de Bosch se mantenían inalterables. Es interesante notar que veintisiete años después, en la campaña electoral del 1990, en las que Bosch volvió a ser candidato, las relaciones de éste con la Iglesia no fueron diferentes a las de 1963. En agosto de 1963, después de su cancelación el padre Marcial Silva viajó a México a un curso de educación católica. Regresó poco después de golpe que derrocó a Bosch y recuperó su puesto de capellán de la Fuerza Aérea. Superada por el momento la crisis militar, el jefe del Estado acudió a la televisión. Informó al pueblo que había ido a una reunión en San Isidro donde se le hablara de la preocupación de los jefes militares “por las actividades de ciertos sectores políticos” y que ellos estaban dispuestos a apoyarle frente a cualquier medida contra esos grupos. Ante esta actitud, él había dicho a los jefes militares que un gobierno “no puede ser democrático” con unos grupos y actuar como una dictadura frente a otros. Si las Fuerzas Armadas insistían en su posición, tendrían que buscar a otro para que gobernara, porque él, Bosch, no estaba dispuesto a encabezar una dictadura, total o parcial. Además, advertía: un golpe de estado duraría menos que “una cucaracha en un gallinero”.

El discurso de Bosch fue bien recibido en la opinión pública lo que se reflejó en editoriales de la prensa matutina del día siguiente. La tormenta política que amenazaba con barrerlo todo parecía, por el momento haberse disipado. Una prueba adicional era el comunicado de los altos mandos militares reiterando su respaldo al Presidente Bosch publicado ese mismo día en los diarios. El Ejecutivo lucía haber salido fortalecido de esta abierta confrontación con los militares. La luna de miel no duraría mucho. El comunicado publicado ese mismo día por el Ministerio de las Fuerzas Armadas decía textualmente: “Frente a los insistentes rumores que circulan en relación con supuestos golpes que pretenden llevar a efecto miembros de las Fuerzas Armadas, rumores que tienden a perturbar la tranquilidad y el sosiego de la familia dominicana y tratar de desacreditar las Fuerzas Armadas, cumplimos con hacer de público conocimiento que dentro de las instituciones castrenses reina completa normalidad y que ellas, consecuentes con su misión, en todo momento defenderán al pueblo, a sus instituciones y a la constitucionalidad de la cual emanan sus funciones en la preservación de la paz y nuestros sagrados atributos de pueblo libre y soberano”. El comunicado estaba firmado por Elby Viñas Román, mayor general, E.N., Ministro de las Fuerzas Armadas; Manuel Ramón Pagán Montás, coronel, E.N., Jefe de Estado Mayor, Ejército Nacional (interino); Miguel Atila Luna Pérez, general de brigada piloto, Jefe de Estado Mayor, Fuerza Aérea Dominicana; y Julio Alberto Rib Santamaría, comodoro, Jefe de Estado Mayor, Marina de Guerra. Un breve artículo publicado por el coronel Elías Wessin en la edición de mayo-junio de la revista de las Fuerzas Armadas, galvanizó el sentimiento anti-boschista que se había ido apoderando de amplios sectores militares, instigados por los sermones del padre Marcial Silva y los consejos de los asesores norteamericanos, que creían –como lo admite Martin en su libro- que el Presidente mostraba mucha debilidad frente al avance de los comunistas. Dirigido “A todos mis hermanos de armas”, el artículo advertía que el comunismo terminaría destruyendo las Fuerzas Armadas, valiéndose de diferentes medios. A través de esos medios se trataría, primero, de “dividir los oficiales superiores de los subalternos”, segundo, crear animosidad “de los alistados contra sus superiores” y, por último, “prometer a las Fuerzas Armadas bienestar después del triunfo”.

Wessin prevenía que esas mismas maniobras habían servido para engañar y destruir el ejército cubano, cuyos oficiales fueron más tarde asesinados, encarcelados u obligados a irse al exilio. En vista de todo ello y ante el adagio de que “guerra avisada no mata soldado”, las Fuerzas Armadas dominicanas no se podían dejar engañar “con frases bonitas y ofrecimientos mentirosos, que detrás de eso lo que hay es traición y sangre”. Era bueno que los comunistas supieran, agregaba, que “los militares dominicanos constituimos una barrera infranqueable con un letrero que dice: No pasarán, traidores”. Si aún así lograban pasar esa barrera, tendrían que hacerlo “sobre charcos de sangre y senderos sembrados de cadáveres”. La edición de la revista circuló ampliamente no sólo entre los militares, sino en sectores de la población civil. Los programas radiales de la oposición lo comentaron favorablemente. Los diarios se hicieron eco del mismo. No era propiamente un ataque contra el Gobierno o su política. Pero dada la estrecha relación que entonces se hacía entre la naturaleza del Gobierno, la militancia del Presidente y el presunto avance de las ideas comunistas en el país, se le entendió como una advertencia directa al Gobierno. El impacto que este artículo provocó entre la oficialidad media de las Fuerzas Armadas fue tal, que pronto Wessin se convirtió en un verdadero líder entre sus compañeros de armas. Naturalmente, una edición de la revista llegó a manos del mandatario, quien se quejó ante el general Luna de que sus oficiales estaban “interviniendo en política”. El general le respondió que era deber de los militares oponerse a “toda ideología extraña a la democracia”. Bosch no le respondió en forma directa, recomendándole velar porque los oficiales se mantuvieran alejados de la política. Desde un comienzo las relaciones del Presidente con los jefes castrenses fueron muy singulares. El general Luna recordó, en una de nuestras entrevistas, que a mediados de año, cuando arreciaban las presiones de la oposición, la Iglesia, los militares y la embajada de los Estados Unidos en relación con el tema de la influencia comunista en el Gobierno, Bosch dio órdenes al Jefe de la Policía, general Belisario Peguero Guerrero, en presencia suya, para que se detuvieran a “cinco comunistas”, entre los que figuraban Corpito Pérez Cabral y Tulio H. Arvelo. El jefe policial llamó a Luna, según éste, al día siguiente para informarle que los cinco estaban escondidos en la residencia del ministro del Interior y Policía, Domínguez Guerra. Este funcionario era frecuentemente señalado como una de las figuras de mayor militancia marxista dentro del Gobierno. Luna preguntó a Peguero Guerrero si estaba seguro de lo que decía. Y este le respondió que sí, ya que era una información suministrada por los servicios de inteligencia. Entonces ambos deciden poner en conocimiento a Bosch y éste les dice por teléfono que dejaran eso en sus manos. El general Luna asegura que al día siguiente fue citado en casa del Presidente. Al llegar allí se encontró con que también estaba el ministro del Interior. Al confrontarlos, Bosch le dice que el ministro negaba la versión que él y el jefe de la Policía le habían suministrado el día anterior. Entonces, Luna le responde que eso era cierto en ese momento, porque tenía entendido que los “cinco comunistas” habían sido sacados a las once de la noche anterior –de acuerdo a informes de inteligencia de la Fuerza Aérea- y llevados a otro sitio. Luna le dijo al Presidente que si él lo autorizaba se llevaría ahí mismo preso al ministro Domínguez Guerra y lo obligaría a conducirle al lugar donde estaba ahora escondido el grupo, una finca en la autopista Duarte. El Presidente se opone, advirtiéndole sobre el escándalo que significaría la detención de un ministro. El general Luna se retira luego de decir: -Respetuosamente, Señor Presidente, cuando usted no quiera que una orden suya se respete ¡no la de!. Los jefes militares parecían obsesionados con la idea de que el Gobierno estaba infectado de comunistas. El general Luna refirió otra historia íntima de su trato con el Presidente que refleja cuán grande y fija era ésta. Fue a comienzos de septiembre. Luna fue a verle a su residencia con un mensaje urgente de la cúpula castrense. Bosch lo recibió en bata. La conversación no podía resultar más inaudita. El propósito de la visita era sugerirle nuevamente una acción drástica contra aquellas personas tildadas de comunistas que ocupaban cargos importantes en el Gobierno o en el partido. -¿Quiere usted gobernar cuatro años, señor Presidente?- le pregunta el oficial jefe de la Fuerza Aérea. -Para eso me eligió el pueblo- le responde medio molesto Bosch. -Entonces vaya a la televisión y diga cuatro cosas contra los comunistas-, le recomendó el general Luna -pero entréguenos a estos-, agregó mostrándole una lista que el Presidente no se dignó en mirar. En tono paternal, Bosch le dijo que así no se gobernaba. Luna se retiró visiblemente decepcionado. La oposición conocía de estas desavenencias y trataba de aprovecharlas.

A comienzos de septiembre, un grupo de dirigentes de la Unión Cívica Nacional promovió una reunión con altos mandos militares, a la que asistió el general Luna. Wessin se encontraba entre los oficiales invitados. Los cívicos aseguraban que podían paralizar el país y que si se producía un golpe de estado, para evitar el caos y que el país cayera en manos de los comunistas, el poder debía ser traspasado en un plazo de 15 días a ese partido. Ángel Severo Cabral, al hablar como vocero de los ucenistas, dijo que el nuevo gobierno civil reduciría después el personal de las Fuerzas Armadas. El general Luna se paró como un resorte de su asiento y le gritó al dirigente de UCN: -¡Váyase al carajo!- y abandonó la reunión.

En parte, el trato de Bosch con los militares se hizo difícil por el poco conocimiento que tenía de la vida castrense y de su rechazo instintivo a cultivar la amistad de éstos. Varios incidentes ilustran extraordinariamente la naturaleza escabrosa de esas relaciones, aún en los mismos comienzos del gobierno, cuando todavía la aureola de triunfo elevaba la imagen del Presidente hasta alturas inimaginables. Gran parte del personal militar era proclive a seguir a Bosch. De hecho, su discurso conciliador caracterizado por la propuesta de borrón y cuenta nueva frente a la prédica del candidato de la Unión Cívica, Viriato Fiallo, a favor de una destrujillización de los institutos armados, volcarían en las elecciones de diciembre el respaldo masivo de los familiares de los militares en beneficio de la candidatura del PRD. Cuando Bosch regresó, ya como presidente electo, de su viaje por Europa, a mediados de febrero, pocos días antes de su juramentación, una alta comisión de las Fuerzas Armadas fue a recibirle al aeropuerto. Los militares poseían informes, provenientes de la Policía, de que podían producirse incidentes o un atentado en el trayecto hacia la ciudad, atestado de gente.

El coronel Pedro Bartolomé Benoit, de 42 años, jefe del Comando de Mantenimiento de la Fuerza Aérea, bajo cuya responsabilidad estaba todo el equipo bélico de la base de San Isidro, convenció al general Luna de que enviara un helicóptero para trasladar al Presidente a la capital desde el aeropuerto de Cabo Caucedo. En la lógica castrense, ésta era una muestra de la simpatía que para entonces Bosch inspiraba en los mandos militares. Pero la situación cambió rápidamente. Después de juramentarse, Bosch comenzó a visitar campamentos militares. A comienzos de abril se presentó, una mañana, en el Campamento del Batallón Blindado de la Base de San Isidro, cuyo comandante era entonces el coronel Elio Osiris Perdomo. Rodeaban al Presidente el general Luna, el coronel Wessin, el secretario Viñas Román y su ayudante militar el coronel Calderón Fernández. Era una mañana espléndida de primavera y toda la oficialidad había sido reunida en la explanada al aire libre. Las unidades blindadas estaban dispuestas en formación para una inspección de rigor del Presidente. Al llegar a la hilera de tanques AMX, el más moderno de los armamentos que poseía el batallón, Bosch expresó, dirigiéndose a los oficiales en formación: -Yo espero que estos artefactos no se usen contra el pueblo- y acto seguido sugirió que deberían venderse para comprar barcos de pesca. Un joven oficial, el capitán Juan Oscar Contín (Johnny), de 23 años, comandante de la Compañía de Infantería Blindada del Batallón 27 de Febrero, adscrito al Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA), que dirigía el coronel Wessin, intervino frente al estupor que las palabras del Presidente causaran entre sus compañeros. -Respetuosamente, Señor Presidente, yo estimo que estos tanques no deben venderse, porque este equipo es insustituible. Son los más modernos de nuestro armamento. ¿Cómo nos iríamos a defender de una invasión de Haití si estos equipos no existieran?- dijo, manteniendo la posición de firme y haciendo el saludo militar al Jefe del Estado. Bosch lo interrumpió: -¡Eso es lo que usted cree!- y se retiro casi de inmediato. Este breve incidente aturdió a la oficialidad allí reunida y sería objeto de muchos comentarios desfavorables en las semanas sucesivas en los recintos militares del país. Varios oficiales amigos del capitán Contín se le acercaron en señal de apoyo. Uno de ellos comentó, viendo a Bosch alejarse: -¡Este hombre nos va a joder! El capitán Contín, prometedor y brillante oficial graduado en la Academia Militar de Toledo, España, donde había estudiado el Generalísimo Francisco Franco, quedó conturbado por esta primera experiencia con el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Muchos otros oficiales jóvenes compartirían su profundo sentimiento de frustración.

El teniente Marino Almánzar, de 24 años, comandante de Mantenimiento de los Blindados, dejó escapar su descontento. A seguidas sintió el brazo de un oficial sobre uno de sus hombros. Era el general Luna, el jefe de estado mayor de la Fuerza Aérea, quien le dijo, con un tono de seguridad en la voz: -No se preocupe, teniente, que esos tanques no se venderán.

La importancia política de este incidente no pasó inadvertida por los opositores al régimen. A partir de ese momento, comenzaron a hacerse frecuentes las visitas de Rafael Bonilla Aybar, Máximo A. Fiallo y Tomás Reyes Cerda a las instalaciones del CEFA. Los tres eran conocidos activistas de oposición.  



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