Opiniones

Lidia – Periódico El Caribe


Hace cinco años publiqué este trabajo sobre un tema recurrente cada año, cada día, a cada momento. Pocos temas reúnen amplio consenso en estos días en que la vida parece no tener valor y el mundo corre locamente hacia la nada. Más, sin dudas, y a pesar del carácter comercial de la celebración, el Día de las Madres nos convoca a una fiesta llena de algarabía y regocijo cuando ella está aún presente, o al recogimiento íntimo y solitario cuando no la tenemos físicamente cerca, pero siempre a honrarlas permanentemente mientras nos queden recuerdos y fuerzas.

Nietzsche decía que los conceptos tienen historia o definición. Vaya complicación con la palabra “madre”, pues su historia es la historia de la vida, del mundo, de la bondad, de la virtud, de la entrega y, por vía de consecuencia, su definición no es reductible a palabras, es inefable.

Incluso, hablar de una “madre” en particular es quizás hablar de todas o de cualquiera de ellas. Tanto en Rusia, Haití, Estados Unidos, Venezuela, Ruanda, Colombia o las Bahamas, las madres son una mezcla de amor y virtud, de apego y entrega desinteresada. Obviamente, siempre habrá excepciones, para que “el mundo sea mundo” debe ser así, pero por suerte son minoría.
Resulta imposible describir exactamente qué es ser madre, quizás ni ellas podrían, pero sus actos hacen pensar que es vivir sin corazón, sin ojos, sin luz, sin vida, sin alma, pues todo esto le pertenece a los hijos. Quienes muchas veces no se dan cuenta de lo inmensamente ricos que son, de que lo tienen todo de alguien que les ha dado todo.

Las madres son lo más parecido a la divinidad, capaces de transformar la miseria, el temor y el sufrimiento en vida y alegría, y quienes con solo ver al hijo nacer se hacen fuertes, aguerridas, indestructibles: convirtiéndose, sin dudas, en el ser más fuerte sobre la tierra.

Las madres tienen un espíritu superior. El solo hecho de dar la vida por sus hijos si es necesario las hace de un extraño material. Y entregarse sin dudar un instante y sin esperar ser reciprocada es lo extraordinario, es lo que las hace únicas, hermosas y, quizás no exagero si digo que, perfectas.

Parece increíble que habiendo tanto que decir sobre ellas, me falten palabras y me torne repetitivo. Pues lo dicho hasta aquí -afirmo otra vez- puede ser atribuido a cualquier “madre”: todas son exactamente iguales, aunque se llame Matea, María, Carmen, Inés, Genara, Gloria, Olga, Teresa, Narcisa, Melba, Mirian, Alba, Ana, Leocadia, Bernarda o Martina.

De igual forma se le podría conocer con un mote o sobrenombre de cariño como: Bula, Negra, Chiquitica, Margot, la Jefa, la doña, la Mafia o hasta la Sicaria y siempre será igual: un ser que existe para que el mundo sea mejor y para que no muera lo que Rodó llamo: “la sublime terquedad de la esperanza”.

La mía simple y llanamente se llama: Lidia. Sin más que agregar, no es necesario, su nombre todo lo contiene.
¡Felicidades Mami!



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