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Los ataques terroristas del 11 de septiembre: vivencia traumática 20 años después


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Revivir los acontecimientos de aquella trágica mañana del 11 de septiembre de 2001 me lleva al borde de lo traumático. Pues antes que lidiar con mis labores periodísticas tuve que iniciar con mi propia sobrevivencia y la de la mi familia.

Residía en Brooklyn (aquí sigo), a unos tres kilómetros de las torres gemelas, las cuales ví caer como castillos de naipes tras ser impactadas por dos aviones que en principio se pensó, con el primero, que se trataba de un accidente aéreo.

Pero las imágenes de la televisión desmintieron todo. El impacto del segundo en la torre dos se encargó de confirmar la sospecha:  era un ataque terrorista.

Y vaya agonía. Mis cuatro hijos estaban en ese escenario. Dos trabajando y otros dos en la escuela.

EL AUTOR es periodista. Reside en Nueva York.

Cuando llegó la llamada del editor del periódico para el cual laboraba (una versión en español de Newsday), ya mi asignación estaba marcada por mis hijas: dos llamaron que estaban desorientadas, que los trenes estaban paralizados y corrían hacia el puente Brooklyn en competencia con el polvo que emanaba de los edificios a punto caer.

Rápidamente intenté ir por ellas, pues la más pequeña lloraba por el celular que casi no veía ni sabía donde estaba. Fue lo último que llegó a decir antes de que la red de comunicación cayera por completo.

Quise hacerlo en mi vehículo pero fue imposible. El tránsito estaba prohibido y cientos de autos bloqueaban las vías de acceso al puente hacia Manhattan. No me quedó más remedio que abrirme espacio caminando desesperado entre la multitud que despavorida corría en sentido contrario desde el puente, tratando de alejarse lo más posible de lo que minutos después se convirtió en una catástrofe.

A la entrada del puente concluyó mi caminata, ya que la policía había impedido el paso hacia Manhattan, y no valió ruegos y presentación de credenciales que me permitieran la entrada. Desde allí, ya a una distancia más cercana de las malogradas torres, puede ver algunas gentes lanzarse al vacío desde un 102, 103 y hasta 105avo. piso, desesperadas ante la imposibilidad de tomar los elevadores, limitados en su ascenso hasta el piso 80, debido a que las llamas arropaban los siguientes cinco.

El avión había impactado entre los pisos 93 y 99, dos menos de donde se encontraba el restaurant Windows on the World, en el que laboraban varios dominicanos.

El cariño de padre inundó mi mente de cualquier fatalidad hacia mis hijas. Fueron 45 minutos de angustias que más que tres cuartos de hora de espera parecieron una eternidad.

Cuando al fin puede verlas acercarse a la cabecera de la puerta de entrada a Brooklyn no pude contener las lágrimas. Las abracé con todas mis fuerzas. Estaban polvorientas, sudorosas y a puntos de desmayarse. Ahí mi corazón bajó un poco su aceleración, pero aún me quedaban dos hijos, aunque me habían dicho que ya estaban del otro lado y así fue. Al llegar a la casa, ambos me esperaban afuera.

Ese “ay papi aquí estamos” puso fin a mi agonía de padre, pero comenzó mi labor de reportero. Al tratar de regresar a la escena, tuve que hacerlo por el puente Williamburg, que desemboca a unas 15 cuadras al norte del derrumbe. El reloj marcaba las 10:30 de la mañana y ya habían sacado a hospitales cercanos a los primeros heridos.

Mi ruta fue desviada hacia el hospital Lincoln, en El Bronx, allí se había identificado a la primera víctima hispana. Era William Rodríguez, un ascensorista que en su intento por salvar a algunos de sus compañeros recibió quemaduras en gran parte de su cuerpo. Tenía la piel desgarrada como en un 60 por cierto, tal chivo en proceso de desuelle, pero vivo y consciente. Fue mi primer testigo.

Relató como vio caer gente de lo alto virtualmente desgranada. También la muerte del sacerdote de una iglesia cercana, a quien le cayó un pedazo de metal en la cabeza en momentos que se encontraba a la orilla de una de las torres rezándole a los primeros fallecidos.

Tras ese relato, me tocó a mi ver sacar de aquella mole de escombros cientos de cadáveres, la mayoría mutilados. Fue casi un mes de traumáticas vivencias y relatos cuyas imágenes del subconsciente me impidieron dormir por tiempo indefinido, pues luego, dos meses después, se unió la caída del vuelo 587 de American Airline, tragedia más cercana a mi casa y los nuestros, que también debí describir para diferentes medios.

Por eso hoy, 20 años después, los recuerdos aun perturban mis noches y recrudecen mi dolor.

JPM

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