Poco a poco, el consumo de drogas se ha ido extendiendo entre nuestros niños y adolescentes, empujando a la nueva generación hacia la trampa fatal de las adicciones.
En esta espiral adictiva han caído también las mujeres, jóvenes y adultas, en su mayoría víctimas de las rupturas matrimoniales, de los abusos sexuales y las fricciones con exparejas.
Este incremento de la drogadicción ha provocado la saturación de los centros especializados en atenciones de emergencia, en internamientos o en terapias de rehabilitación en todo el país.
Parece que la pandemia del Covid, que tantas secuelas ha dejado especialmente en el aspecto de la salud mental, también ha sido un factor decisivo en este nuevo cuadro de las adicciones.
No es casual, en un contexto de frecuentes episodios de ira y de violencia entre los ciudadanos, de ajustes de cuentas y ejecuciones sumarias entre traficantes de drogas, lo que estamos viendo ahora.
La sociedad ha entrado en un peligroso derrotero en la medida en que más y más ciudadanos eligen una vida de levedad o de aturdimiento con la ayuda de alucinógenos, sin reparar en los enormes daños a la salud.
Este país no puede cargar con tantos muertos en vida, con tantos presos de las adicciones ni con tantos ciudadanos en condición de parásitos sociales.
Hay que admitir que los gobiernos no han sido capaces de diseñar y aplicar sistemáticamente una eficaz política de prevención ni crear las suficientes infraestructuras especializadas para la rehabilitación de estos enfermos.
En esta amplia gama de consumidores, hay que distinguir entre los que han caído en la adicción por culpa de los “vacíos existenciales” que creen sufrir, y los perversos que usan las drogas para envalentonarse y poder robar y matar a sus anchas, para los cuales hay que aplicar remedios diferentes.
